Hace ya cuarenta años que compré una tortuga y un gato. Me encantan los animales, y una vez que entran en casa son uno más de la familia.
Gadget, el gato, era muy cariñoso y juguetón. Rara vez se enfadaba, salvo con algún que otro gato que intentara entrar en el jardín. Era su territorio, y en su territorio mandaba él.
Cuando Gadget alcanzó la edad de 16 años, una edad muy avanzada para un gato, enfermó y el veterinario nos dijo que no creía que se recuperase, que seguramente estaba sufriendo, y que en su opinión lo mejor era ponerle una inyección y que dejara de sufrir.
Accedí, y me quedé con él toda la noche, acariciándolo y mimándolo como nunca, deseando que no llegara el alba. Pero el alba llegó, y con él el veterinario. Gadget me miró con cara de despedida, con cara de decir: te quiero, se lo que vas a hacer y aún así te quiero porque lo haces para que no sufra. Recuerdo que lo besé y que contuve como pude las lágrimas, aunque realmente no pude. Él ronroneo en respuesta al beso.
Aún así siempre me ha quedado la duda de si hice bien, de si acerté en mi decisión sobre la vida de Gadget.
Bolt, la tortuga sigue viva y ha crecido muchísimo. Me ha hecho mucha compañía, y ahora que soy un anciano de 95 años me doy cuenta de que el mundo ha cambiado mucho. No recuerdo cuándo se produjo el vuelco, cuándo se dio el punto de inflexión. Aunque poco importa eso ahora. Bolt ha pasado toda la noche despierta a mi lado acariciándome y mimándome como nunca lo había hecho. Acaba de entrar otra tortuga con un maletín. He mirado a Bolt con cara de decir: te quiero, se lo que vas a hacer y aún así te quiero porque lo haces para que no sufra. Bolt me ha besado con lágrimas en los ojos, y yo le he devuelto el beso.
Empiezo a sentir somnolencia y miro a Bolt con cariño. Sé que tendrá que vivir siempre con la duda de si acertó con su decisión.
Te quiero Bolt. Te quiero Gadget.