Galicia es un lugar de España plagado de leyendas y misterios. Desde aquella que dice que las Rías las creo Dios al agarrar la Tierra para hacerla girar, hasta las más conocidas leyendas de las pandillas de aparecidos que ellos llaman La Santa Compaña, que si te tropiezas con ella te unes al grupo para siempre, como un juerguista a una panda de licoretas.
En los caminos encuentras cruceiros, normalmente de piedra, en los montes ermitas, los balcones y rejas de las casas se adornan con la planta de las brujas. La altura de sus árboles llega a ocultar el Sol en los senderos. El clima lluvioso y las nieblas hacen que el decorado sea inmejorable para estas historias. Porque no son más que historias, leyendas, cuentos. ¿O no? Porque como dicen allí: as Meigas no existen, pero haberlas haylas.
Hoy voy a confesaros por qué me gusta perderme por los bosques gallegos, y por qué no tengo miedo a encontrarme con las Almas en Pena.
Hace muchos años me encontré con La Santa Compaña y, como cuenta la leyenda, quedé atrapado en el grupo, condenado a vagar por los montes gallegos por toda la Eternidad. ¿Qué cómo conseguí salir? Os revelaré esto al final del post. No fue sencillo, y quedé vinculado a ellos para siempre. Y no, no tienen nada que ver con mi suegra. ¡Qué me vais a buscar un lio!
Recuerdo que aquel día, nada más comenzar el paseo me fijé en uno de los antiguos lavaderos de ropa. Este se encontraba hundido en la tierra. Había que bajar en dirección al inframundo para llegar a él. Me llamó la atención, pero no le di importancia.
Tal como dejaba atrás el lavadero me crucé con esta pareja de gatos, dueños y señores de su territorio. No tenían ningún miedo. Estaban tranquilos, y simplemente observaban a los viandantes. O quizás avisaran de ellos.
Al entrar en la zona boscosa, me fijé en la especial relación de la hiedra con los eucaliptos. Aunque más que una simbiosis me temo que aquella es un simple parásito del árbol. Se debe nutrir de él y además alcanza la luz que este le niega. El bosque es un lugar peligroso, y las señales se encuentran por todas partes. Solo debemos ser capaces de ver las advertencias.
Prueba de lo dicho anteriormente es lo que encontré a continuación. En medio del monte, entre los árboles, fuera del alcance de la vista, había una ermita cerrada. Quizás porque aún era de día.
Ciertamente tenía mucho encanto, y atraía a cualquiera que pasara hasta sus muros. No dudo de que, si hubiera estado abierta, habría entrado en ella. Y quién sabe lo que habría encontrado.
Mas como se me negó el acceso me giré para continuar el paseo, y frente a los senderos encontré un cruceiro de piedra. También abundan por estos lares, aunque no es habitual verlos en medio del monte. Noté una brisa fría recorriendo mi espalda. La humedad de la zona, pensé.
Sin embargo, apenas había subido unos cuantos metros comencé a ver una extraña niebla. Una niebla espesa, que se movía rápido y envolvía el camino. Más parecía el aliento del Diablo.
A pesar de todo lo visto continué mi paseo. ¿Por qué no habría de hacerlo? Solo era niebla, bosque y construcciones religiosas de antaño. Aunque ciertamente parecía como si hubiera viajado en el tiempo varios siglos atrás. Esos caminos de tierra, flanqueados por los gigantescos eucaliptos. Solo faltaba el ir y venir de caballos y carretas.
Incluso, en ciertos rincones puedes encontrar mesas para pasar el día en familia. Una agradable tarde de familia en el campo. ¿O una trampa de almas perfectamente urdida?
Recuerdo que en cierto momento, como en tantas otras ocasiones, tuve que decidir que camino tomar en una bifurcación. No me acuerdo si tomé la senda de la izquierda o la de la derecha, y creo que habría dado lo mismo, finalmente habría encontrado el sendero tenebroso de la imagen.
Sendero al final del cual se encontraba en su continua procesión La Santa Compaña.
Como manda la tradición me uní a ellos. Alguien del grupo me cubrió con una túnica de color marrón con capucha, y deambulamos por el monte con paso cansino al ritmo de los murmullos de las almas.
A nuestro paso, justo donde nuestras pisadas hollaban el terruño, crecían setas y hongos venenosos. Éramos portadores del mal, en todos los aspectos. No lo provocábamos, todo el mundo tenía siempre elección. Pero si elegía mal su suerte estaba echada.
El líder de la procesión en cierto momento se detuvo, y señaló una roca gigantesca. Ésta se abrió en dos y dejó ver a un paisano agazapado que trataba de evitar el contacto con las almas peregrinas. ¡Infeliz! En cuestión de segundos se había unido a la marcha.
La niebla volvía a aparecer. Parecía como si surgiera del aliento del guía del grupo. Aquél a quién, al partir la roca, me había parecido ver unos ojos rojos bajo su capucha.
La niebla se espesaba a cada paso. Incluso se percibía un ligero olor desagradable.
En cierto momento, entre la niebla surgió una cruz. Una gran cruz de unos cinco metros de alto. Y sin saber el motivo me dirigí hacia ella.
No había avanzado más que unos pocos metros cuando sentí la mirada de fuego del guía clavada en mi espalda. Aunque la sensación fue la de un pinchazo y un escalofrío.
Me giré hacia él y vi su mirada roja de ira, profunda como el mar, un mar de almas en pena que se extendía en su cristalino.
Aún así una fuerza inexplicable me arrancó del hechizo y me hizo dirigirme hacia la cruz. Llegué hasta ella y toqué su madera.
Conforme despertaba del hechizo veía como se disolvía la niebla. El aliento del guía de la Santa Compaña perdía fuerza poco a poco, hasta desvanecerse por completo.
Finalmente, una vez libre comencé el camino de regreso, contemplando esos bosques que aún hoy continúan hechizándome. Esos árboles, ese musgo, esos helechos, y ese ambiente mágico que te invade cuando te internas en estos montes.
Por eso hay tantas cruces y cruceiros en los montes gallegos. Es la única forma de librarse de la maldición de vagar toda la eternidad por ellos.
No obstante, nadie sale indemne del encuentro con la Santa Compaña. En mi caso, lo último que escuché decir al líder del grupo fue: ¡Vete! Pero mi maldición viajará contigo de por vida. Cocinarás para todos hasta el final de tus días. Y como podéis ver en el blog, pago mi condena a diario.
4 comentarios:
Madre mía, esos bosques tenebrosos, llenitos de musgo y niebla, ponen la piel de gallina!
Realmente has tenido suerte de alcanzar la cruz y volver al mundo de los normales, que mira que si te quedas allí con esa Santa Compaña vagando por los caminos ¡ay, sólo de pensarlo me pongo mala!
Al final, la maldición que te han impuesto no es tan grave ¡es la que tenemos todas las amas de casa, caray! No te quejarás, jeje.
Besitos.
PD: Un paseo precioso, pelín espeluznante, pero que me ha gustado mucho ;)
No, Montse. No es mal castigo. A veces hasta disfruto de él. Solo cuando tengo que preparar varias comidas en poco tiempo para mis hijos lo paso algo mal. Pero como tú dices esta es la maldición de tod@s l@s am@s de casa. Yo también tengo mi mijita marujo. XD
Ya decía yo que no era posible que cocinaras con tanta soltura y alegría: ¡es que es una condena! xD
Bueno, bromas aparte, qué maravilla de paisajes los de las fotos, ampliándolas he alucinado. Un largo paseo por lugares así, a solas, y con niebla debe ser toda una experiencia.
Eso de que seas un condenado explica tus contínuas bajadas a los infiernos, algo que celebro siempre ;)
Francamente JuanRa, te puedo asegurar que la mía es una dulce condena en todos los sentidos: la cocina me alegra el paladar, y mis bajadas a los infiernos me alegran el espíritu.
Un abrazo de un condenado feliz.
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